¿Que inventen ellos?


La frase «¡que inventen ellos!», de Miguel de Unamuno, o su cercana versión «¡que inventen otros!» es recurrentemente ridiculizada. La expresión encierra errores, pero también algunos aciertos más profundos de lo que parece, aun cuando la innovación es un motor irrenunciable del crecimiento económico.

¿Tiene sentido decir «que inventen ellos»?

En primer lugar, hemos de plantearnos que la innovación es el eslabón intermedio de una cadena que comienza con un complejo proceso de gastos e inversiones en investigación básica y aplicada, desarrollo tecnológico de prototipos, planteamiento de los mecanismos de defensa de los frutos del esfuerzo realizado, …

Y tras la innovación llega otra fase, que muchas veces es la más importante. Esa fase es el aprovechamiento de la innovación. Es decir, tenemos algo nuevo y nos toca «sacar todo el jugo» a esas novedades que prevemos provechosas.

En ese sentido, «¡que inventen ellos!» debería hoy ser traducido o variado, en términos más amplios, por «¡que innoven ellos!». En cierto modo, lo que se buscaría es aprovechar al máximo la innovación ajena.

Lo fundamental de la innovación no es solamente la novedad en sí misma sino las herramientas que la innovación pone a nuestra disposición. Eso lo vemos muy claramente con las fases previas, como la investigación básica. Los descubrimientos que se producen en la investigación básica son un logro en sí mismos, porque suponen la respuesta a preguntas relevantes, pero sobre todo son un logro porque, una vez se ha realizado el descubrimiento, puede ser aplicado en múltiples contextos. Al final, son esas aplicaciones las que, pasado el tiempo, nos dan una idea más aproximada del impacto del descubrimiento.

Con la innovación pasa algo semejante. Tenemos, por ejemplo, un nuevo producto en el mercado, un nuevo proceso de producción, una nueva materia prima… Quienes introducen la innovación, por el hecho de introducirla, ya tienen una serie de ventajas como los menores costes de los pioneros, la posibilidad de ser protegidos por una patente, el control del primer diseño de la innovación, la posición estratégica en toda clase de redes de relaciones derivadas de esa innovación, la mejora de la imagen de su marca, etc.

Sin embargo, los beneficios de la innovación no terminan en sus autores. La innovación genera un conocimiento y unas nuevas posibilidades para hacer las cosas de otra manera, que pueden ser aprovechados por los terceros. Y es muy importante tener en cuenta que la productividad de los trabajadores crece en un entorno innovador y tecnológicamente más avanzado.

El planteamiento de la frase ¡que inventen ellos! lo que propone es un reparto de papeles. Detrás late la idea de que existen otros países en los que los esfuerzos investigadores necesarios para innovar producen mayores frutos y que España puede dedicar los recursos necesarios para tan compleja labor a otras tareas y aprovechar los adelantos que produce la innovación que tiene su origen en otros países.

Creo que resaltar la importancia de que España esté muy atenta a lo que «inventen ellos» es oportuno. No se trata de un mero proceso de imitación retardada, sino de una continua búsqueda de los mejores «ladrillos» con los que construir una nueva forma de trabajar. Esos «ladrillos» no son otros que los derivados del nuevo conocimiento originado por la innovación.

Pero la frase «¡que inventen ellos!» plantea la innovación como un todo rígido y no tiene en cuenta que las posibles ventajas de otros países lo son en muchos ámbitos determinados, pero no en todos. La innovación tiene un campo amplísimo y todo país debe buscar los campos innovadores en los que puede aportar más.

Dicho de otro modo, puede ser cabal que España reduzca en alguna medida sus esfuerzos innovadores en unas áreas para realizar esfuerzos innovadores más intensos en otras áreas para las cuales son necesarios los recursos de los que mejor dotado está el país y donde los conocimientos que mejor dominan los españoles son más necesarios.

España, en la época en la que Unamuno creó la frase «¡que inventen ellos!», y aún hoy, muchos años después, tiene mucho campo para mejorar en materia de investigación y otros esfuerzos encaminados a la innovación. El gasto en  I+D es relativamente reducido y, bien orientado, los rendimientos de ese gasto, de esa inversión, pueden ser elevados.

Porque una cuestión muy importante es que gastar en I+D es invertir en aprendizaje, en búsqueda de respuestas. No siempre los gastos en I+D se traducen en una actividad real encaminada a la innovación, ya que hasta el I+D es amenazado por el fraude; pero, cuando lo hacen, el fruto siempre existirá, más allá de que llegue o no llegue el resultado innovador. La razón es que, en el proceso de acertar y equivocarse buscando respuestas, se  adquieren experiencias, conocimientos y destrezas que mejoran el capital humano del país de una forma semejante a como lo pueda hacer la educación.

Acerca de Gonzalo García Abad

Licenciado en Economía con amplio interés en la Fiscalidad, la Contabilidad, las Finanzas y el Derecho.
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